Viento del este, viento del oeste


¡Oh, cómo odiaba, cómo odiaba a aquella mujer! Pero, ¿qué hacer? ¿Es posible que no existiese más que un camino para llegar al corazón de mi marido?
—¿Te parece guapa? —pregunté.
—¡Naturalmente! —contestó con tono convencido—. Es una mujer sana, de buen sentido, y anda sobre unos pies que no son deformes.
Durante unos instantes pareció mirar al vacío. Yo imaginaba ideas desesperadas. ¡No había nada, nada que una mujer pudiera hacer! Pero, ¿cómo lograr…? Las palabras de mi madre eran bien claras: «Es necesario que gustes a tu marido.»
Él quedó absorto en sus pensamientos. ¿En qué pensaba? Imposible saberlo. Sin embargo, de una cosa estaba segura, a saber: que no pensaba en mí; y menos aún en mis sedas de color pescado, en los pendientes con que me había adornado, ni en mis cabellos bien lisos, brillantes, avivados con tanto cuidado. No se ocupaba nada de todo aquello; y, no obstante, estaba tan cerca de él que un ligero movimiento hubiese bastado para unir su mano a la mía.
En aquel momento incliné un poco la cabeza y me abandoné a su voluntad, renunciando al pasado.
—Si me dices cómo he de hacerlo, estoy dispuesta a quitarme las vendas de los pies.

Me sentía como sobre carbones encendidos. Cuando, de rodillas ante mí, y la palangana a su lado, hizo un ademán para cogerme los pies, tuve la tentación de huir.
—No —dije débilmente—, lo haré yo misma.
—No te preocupes. Recuerda que soy médico.
De nuevo me negué. Él levantó la cara y me miró a los ojos fijamente.
—Kwei-Lan —dijo con tono grave—. Sé lo que te cuesta hacer esto por mí. Pero permite que te ayude en lo posible. Soy tu marido.
Cedí sin reflexionar más. Me cogió un pie con sus dedos ágiles, quitó la sandalia, la media y, por último, la banda interior. Su rostro tenía una expresión triste y a la vez severa.
—¡Cómo debes de haber sufrido! —murmuró con ternura—. ¡Qué triste infancia…! ¡Y todo inútilmente!
Al oír aquellas palabras, no pude retener las lágrimas. Sí, los sacrificios hechos no habían servido para nada. ¡Y ahora él me imponía otros!
Bajo los efectos de la inmersión y el desvendado, nuevas torturas empezaron para mis pies. El proceso de la distensión se reveló casi tan doloroso como el achicamiento con los ligamentos apretados. Poco a poco, la sangre comenzó a circular; y esto me produjo dolores insoportables. Había momentos en que, para mitigarlos un poco, me arrancaba las vendas ligeramente aplicadas para aplicarlas con fuerza. Pero inmediatamente pensaba que mi marido se daría cuenta y, con manos temblorosas, me quitaba de nuevo las vendas. No encontraba alivio más que sentándome sobre los pies, con las piernas cruzadas y balanceando el busto.

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