El traje del prisionero


El Buche se quedó perplejo pasando los ojos por los rostros polvorientos, y luego
le tomó la desilusión; cuando estuvo cierto de que aquellas caras pálidas, hundidas en
la miseria y la necesidad difícilmente podrían saciar su ansia de cigarrillos… Se dio cuenta
de que devoraban su caja y les repelió con una mirada irritada y desdeñosa. Pensaba
darles la espalda y volver por donde había venido cuando oyó que una voz le gritaba en
árabe con acento europeo: «cigarrillos». Le echó una mirada sorprendida y desconfiada,
luego frotó el dedo índice con el pulgar: «¿hay dinero?». El soldado comprendió y con-
testó afirmativamente con la cabeza. El Buche se acercó cauteloso y se detuvo fuera del
alcance de las manos del soldado. El soldado se quitó calmosamente la guerrera y le dijo
mostrándosela: Este es mi dinero. El Buche quedó deslumbrado y escudriñó la guerrera
gris con botones dorados entre sorprendido y ávido. Le había ganado el corazón, pero
como no era un cándido ni un palurdo disimuló lo que se había levantado en él para
sacar ventaja de la avidez del italiano. Con estudiada parsimonia exhibió una cajetilla y
extendió el brazo para recoger la chaqueta. El soldado frunció la frente y le gritó: «¿Una
cajetilla por la guerrera?… ¡Diez!». El Buche dio un respingo y se echó para atrás; su
deseo recedió. Iba a irse por otro lado, pero el soldado le gritó: «Una cosa razonable…
nueve… ocho…». El Buche sacudió la cabeza negando tercamente. «Entonces, siete».
Pero él sacudió la cabeza como antes y fingió que se iba. El soldado se dio por satisfecho
con seis y luego bajó a cinco. El Buche hizo un gesto con la mano: nada que hacer. Se
volvió hacia un banco y se sentó. El soldado le gritó enloquecido: «Ven… me conformo
con cuatro…. Ni se dio por aludido, y para demostrar su falta de interés encendió un
cigarrillo y se puso a fumar paladeándolo pausadamente. La desazón del soldado
aumentó, se puso rabioso, parecía que el único fin de su existencia era conseguir
cigarrillos. Bajó su demanda a tres, luego a dos. El Buche siguió sentado, dominando sus
violentas ganas y su dolorosa impaciencia. Pero cuando el soldado hubo bajado a dos no
pudo evitar un movimiento delator. El soldado, nada más verlo, extendió la mano con la
guerrera: «Toma», y el Buche no tuvo más remedio que levantarse, acercarse al tren,
recoger la guerrera y dar al soldado las dos cajetillas. Escudriñó la guerrera con ojos
alegres y satisfechos y rompió sus labios una sonrisa triunfante. Dejó la caja en el banco
y se puso la guerrera y la abotonó. Le quedaba ancha, pero no le importó. Estaba
maravillado, feliz. Recogió la caja y empezó a cortar el andén orgulloso, transportado.
Evocó la imagen de Nabawiyya envuelta en su milaya y murmuró: «Si me viese ahora».
Sí, a partir de ahora no me evitará ni me apartará la cara con desdén, y el Fino no tendrá
motivo de qué presumir delante de mí. Aquí recordó que el Fino llevaba uniforme
completo, no una simple guerrera. ¿Cómo conseguir los pantalones? Caviló un tiempo,
luego echó una mirada de inteligencia a las cabezas de los prisioneros que asomaban
por las ventanillas del tren. El deseo le jugaba en el corazón y le inquietaba el alma
cuando casi la tenía satisfecha. Se lanzó al tren pregonando decidido: «Cigarrillos,
cigarrillos. Un pantalón la cajetilla si no hay dinero. Un pantalón la cajetilla». Repitió el
pregón por segunda y tercera vez. Temiendo que no comprendiesen lo que pretendía,
señaló la guerrera que llevaba puesta y mostró una cajetilla.


Su gesto produjo el efecto apetecido: un soldado no vaciló en quitarse la guerrera.
El Buche corrió hacia él y le hizo gestos de que fuese despacio y le indicó los pantalones.
El soldado se encogió de hombros desdeñoso, se quitó los pantalones y el cambio se
completó. La mano del Buche se engarfió en los pantalones; casi volaba de gozo. Volvió
al banco de antes y se puso los pantalones en un santiamén; estaba hecho todo un
soldado italiano… ¿o le faltaba algo?… Era una auténtica pena que estos soldados no
llevaran tarpus… ¡Pero llevan botas! Las botas le son indispensables para estar a la altura
del Fino, que le amarga la vida. Cargó con la caja y se abalanzó al tren gritando:
«Cigarrillos… un par de botas la cajetilla». Como la otra vez, se ayudaba de gestos… Pero
antes de que diera con un cliente el tren hizo oír su pito; iba a arrancar. Se produjo una
ola de agitación entre los centinelas. El manto de la sombra había cubierto los rincones
de la estación; el pájaro de la noche planeaba en el espacio. El Buche se detuvo
desconsolado, en los ojos una mirada de aflicción y rabia. Cuando el tren se puso en
marcha le vio el centinela del vagón delantero y la exasperación apareció en su cara. Le
gritó, primero en inglés, luego en italiano: «Sube ligero. Tú, preso, al tren». El Buche no
entendió lo que decía y quiso consolarse remedándole, seguro de que no podía hacerle
nada. El centinela gritó otra vez mientras el tren se alejaba lentamente: «Sube, te lo
advierto, sube». El Buche apretó los labios desdeñosos y le volvió la espalda dispuesto a
marcharse. El centinela crispó el puño que esgrimió amenazante, apuntó su fusil contra
el inocente Buche y disparó. A la detonación, que atronó los oídos, sucedió un grito de
dolor y de espanto. El cuerpo del Buche perdió el movimiento, la caja se le cayó de las
manos y se derramaron las cajetillas de cigarros y cerillas. Luego, la cara del Buche se
mudó en la de un cuerpo exánime.

Naguib Mahfuz (1974)

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