Negra sombra

Cando penso que te fuches
negra sombra que me asombras,
ó pe dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.

Cando maxino que es ida
no mesmo sol te me amostras
i eres a estrela que brila
i eres o vento que zoa.

Si cantan, es ti que cantas
si choran, es ti que choras
i es o marmurio do río
i es a noite, i es a aurora.

En todo estás e ti es todo
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.

Rosalía de Castro


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Homenaje vertical

No hay palabra más cierta que otra.
Se aprende a callar con los años,
aunque parezca que hablemos.

Se nace sin palabras
y con todas las palabras rotas nos vamos.

Y sin embargo,
aunque vivir sea enmudecer,
existe un placer original en el silencio
que justifica todos los silencios.

Javier Vicedo Alós

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«El enfermo imaginario» de Molière

ESCENA X


ANTONIA, de médico; ARGAN y BERALDO


ANTONIA. -Perdonadme, señor.
ARGAN. -¡Es admirable!

ANTONIA. -No juzguéis mal de mi curiosidad por ver a un enfermo tan ilustre como vos. Vuestra reputación, que se extiende por todas partes, excusa la libertad que me he tomado.
ARGAN. -Servidor vuestro, señor mío.
ANTONIA. -Veo que me observáis muy atentamente, ¿Qué edad creéis que tengo?
ARGAN. -Todo lo más, veintiséis o veintisiete años.
ANTONIA. -¡Ja, ja, ja, ja, ja! Tengo noventa años.
ARGAN. -¿Noventa años?
ANTONIA. -Sí, señor. Los secretos de mi arte han conservado de este modo mi lozanía y mi vigor.
ARGAN. -¡Por vida de!… ¡Vaya un jovencito de noventa años!
ANTONIA. -Soy médico ambulante, que va de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando materiales para sus estudios: enfermos dignos de ocupar mi atención y de emplear en ellos los grandes secretos de la medicina, descubiertos por mí. Tengo a menos distraerme en menudencias, en enfermedades vulgares, en bagatelas como reumatismos, fluxiones, fiebres, vapores y jaquecas… Yo busco enfermedades verdaderamente importantes: grandes fiebres continuas, con trastornos cerebrales; buenos tabardillos, grandes pestes, hidropesías ya formadas, pleuresías con inflamación de pecho… ; esas son las enfermedades que a mí me gustan y en las que triunfo. Ojalá tuvierais vos, señor,
todas estas enfermedades que acabo de nombraros y os hallarais abandonado de todos los médicos, desahuciado, en la agonía, para poderos demostrar las excelencias de mis remedios y el placer que experimentaría siéndoos útil.
ARGAN. -Os agradezco en extremo vuestras bondades.
ANTONIA. -Dadme la mano… ¿Quién es vuestro médico?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANTONIA. -En mis anotaciones sobre las eminencias médicas no figura ese nombre. Según él, ¿qué enfermedad tenéis?
ARGAN. -El dice que es el hígado; pero otros afirman que el bazo.


ANTONIA. -Son unos ignorantes. Vuestro padecimiento está en el pulmón.
ARGAN. -Justamente, el pulmón.
ANTONIA. -Sí. ¿Qué es lo que sentís?
ARGAN. -De cuando en cuando, dolor de cabeza.
ANTONIA. – Justamente, el pulmón.
ARGAN. -Con frecuencia se me figura que tengo un velo ante los ojos.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -A veces noto un desfallecimiento de corazón.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -Y una laxitud en todo el cuerpo.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -También suelen darme dolores en el vientre, como si tuviera cólico.
ANTONIA. -El pulmón… ¿Coméis con apetito?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Os agrada beber un poco de vino?
ARGAN. -Sí, señor. ANTONIA. -El pulmón. ¿Sentís cierto sopor después de la comida y os dormís dulcemente?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón y nada más que el pulmón; estoy seguro. ¿Qué plan de alimentación os habían puesto?
ARGAN. -Potajes.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caza.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Ternera.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caldos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Huevos frescos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y por la noche, ciruelas para aligerar el vientre.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y, sobre todo, beber el vino muy aguado.
ANTONIA. -¡Ignorantus, ignoranto, ignorantum! El vino se debe beber puro; y para espesar la sangre, que la tenéis muy líquida, es preciso comer buey viejo, cerdo cebado, queso de Holanda, harina de arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar… Vuestro médico es un animal. Yo os enviaré un discípulo mío, y yo mismo vendré de cuando en cuando a veros, mientras esté aquí.
ARGAN. -¡Cuánto os lo agradeceré!
ANTONIA. -¿Qué demonios hacéis con ese brazo?
ARGAN. -¿ Cuál?
ANTONIA. -Si yo estuviera en vuestro pellejo, ahora mismo me haría cortar ese brazo.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -¿No estáis viendo que se lleva para sí todo el alimento y no deja que se nutra el otro?
ARGAN. -Sí, pero este brazo me hace falta…

ANTONIA. -También si estuviera en vuestro caso me haría saltar el ojo derecho.
ARGAN. -¿Saltarme un ojo?
ANTONIA. -¿No os dais cuenta de que perjudica al otro y le roba su alimento. Creedme: que os lo salten lo antes posible y veréis mucho más claro con el ojo izquierdo.
ARGAN. -No corre prisa.
ANTONIA. -Adiós, siento teneros que dejar tan pronto, pero debo asistir a una consulta interesantísima que tenemos ahora sobre un hombre que murió ayer.
ARGAN. -¿Sobre un hombre que murió ayer?
ANTONIA. -Sí. Vamos a estudiar qué es lo que se debía haber hecho para curarlo. Hasta la vista. (Sale.)
BERALDO. -Parece muy inteligente este médico.
ARGAN. -Demasiado radical.
BERALDO. -Todos los grandes médicos son así.
ARGAN. -¡Eso de cortarme un brazo y de saltarme un ojo para que el otro vea mejor!… Prefiero que sigan como están. ¡Bonito remedio, dejarme manco y tuerto!

Imágenes extraídas de MET

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Rafael Cadenas

A WISLAWA SZYMBORSKA



Cuando pronuncio la palabra futuro

la primera sílaba pertenece al pasado



Cuando termino de leer estos versos

ya abandonaron el presente.

Tampoco podrán tocar el futuro

pues al llegar ya dejó de serlo.

Ni yo soy el mismo que los leyó.

Sin embargo, debemos creer

que la realidad existe.


El País

El Mundo

ABC

La Voz de Galicia

Entrevista

Rafael Cadenas en Dialnet

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Juan Mayorga

Discurso Premios Princesa de Asturias 2022

Cartas de amor a Stalin

Esta obra es una fantasía sobre el desigual combate que sostuvieron Mijaíl Bulgákov y el dictador soviético. En mi obra, Bulgákov se convierte en escritor para un solo lector. Desesperado por la censura que condena sus obras, deja de escribir para la gente y se entrega a redactar cartas en que reclama al tirano su libertad. No recibiendo respuesta, llegará a escribir sus cartas al dictado de un Stalin fantasmal, temido y deseado, que lo visita. Finalmente, será el fantasma mismo el que escriba las cartas de Bulgákov. La obra trata, desde luego, de la compleja relación entre el arte y el poder, pero creo que su asunto último es una pregunta que me hago cada día, como escritor y como ser humano aspirante a libertad: ¿quién escribe mis palabras?

FRAGMENTO:

(Toma papel y pluma.)

STALIN.- «Por una vez, ¿podrás tragarte tu estúpido orgullo? ¿Serás capaz de fingir una pizca de arrepentimiento? ¿De disimular tus ideas? ¿Podrás escribirle algo así como: «Le aseguro, camarada, que en el futuro seré su más leal compañero de viaje»?».
BULGÁKOV.- (A su mujer.) ¿Lo tomas por tonto? No me ganaré su simpatía con embustes. Debo dirigirle una carta sincera. Cuando se trata de Stalin, sólo vale una cosa: la verdad.
STALIN.- «La verdad no nos ha ayudado hasta ahora. ¿Dónde nos ha arrastrado, tanta verdad?».
BULGÁKOV.- (A su mujer.) Le pediré una cita. Cara a cara, le haré comprender mis razones.
STALIN.- «Nunca te recibirá. No quiere hablar contigo».
BULGÁKOV.- (A STALIN.) Ella cree que fue una alucinación. Que en realidad nunca me telefoneaste. Sin embargo, yo escuché perfectamente cómo me decías: «Camarada Bulgákov, no podemos permitirnos prescindir de usted. Vamos a encontramos usted y yo para hablar acerca de su futuro». ¡Lo dijiste! ¡Querías recibirme! Pero ¿qué ha pasado desde entonces? ¿Qué está pasando? Ella cree que aquella llamada fue una trampa. Que condujiste la conversación conforme a tus intereses y la interrumpiste cuando te vino bien. Que me manejaste.
STALIN.- A menudo me pregunto si esta mujer te conviene.
BULGÁKOV.- La convivencia con ella se está volviendo imposible. Cada día es peor.
STALIN.- Por lo menos te ha quitado aquella camisa espantosa.
BULGÁKOV.- No me la ha quitado. Yo mismo tuve que tirarla por la ventana. Insoportable, se está poniendo insoportable.
STALIN.- Y todo el día mareándote con el mismo serial: «La vuelta al mundo de Zamiatin».
BULGÁKOV.- Telegrama de Zamiatin desde Amsterdam; postal de Zamiatin desde España…
STALIN.- ¿Y en la cama?
BULGÁKOV.- No sé. Desde hace tiempo… No sé qué me pasa.
STALIN.- Lo dices como si fuera tuya la culpa.
BULGÁKOV.- No sé.
STALIN.- ¿Ha conseguido hacerte creer que tú eres el culpable? ¿Y todavía se atreve a decir que yo te manejo? Te sientes culpable de estar conmigo en lugar de con ella, ¿no es así? Verdaderamente, esta mujer sabe cómo moverte los hilos. Ni siquiera te atreves a tocarme.

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«El espacio es el depositario del tiempo»

Lo hemos aplazado dieciséis años largos, en parte por no enfrentarnos a la magnitud de la tarea y por desidia e incapacidad resolutiva; en parte por pena y por respetar la absurda voluntad de mi padre (“Quiero que todo continúe como está”). También, en gran medida, por el desinterés o desdén de los Ministerios de Cultura, de la Biblioteca Nacional y de todos los organismos a cuyas puertas se llamó. Debo reconocer que yo hice pocas gestiones, y que han sido mis hermanos y mis cuñadas quienes se han encargado. La verdad es que, a partir de un cierto momento, y tras comprobar que a las entidades culturales les traía sin cuidado el legado de mi padre, Julián Marías, me lavé las manos y me desentendí. Dije a mis hermanos y cuñadas que podían hacer lo que quisieran, y que no me opondría a lo que decidieran. “Ya tengo bastante”, me excusé, “con ocuparme de mi propia biblioteca, de mis originales y borradores, de mi abundante correspondencia”. No porque crea que eso va a ser codiciado por nadie, visto lo visto, sino porque todo escritor acumula tanto material a lo largo de su vida que más vale buscarle aposento si no lo quiere destruido sin más, tras su desaparición.

Ahora, dieciséis años y pico más tarde de la muerte de mi padre, mis generosos hermanos me informan de que se ha completado el traslado de cuantos documentos y libros había en el piso de Chamberí a la Universidad Complutense de Madrid, que no sólo los ha aceptado en donación, sino que, con gran esmero, ha ido ordenándolo y archivándolo todo: miles de volúmenes, incontables cartas, millares de fotografías, qué sé yo. Aunque no haya participado en la operación, deseo expresar mi gratitud a esa Universidad, en la que mi padre estudió antes de la Guerra y el franquismo jamás le permitió ser profesor, por su respeto y su hospitalidad.

No sé ni quiero saber dónde serán alojados los libros que han constituido el paisaje de mi infancia y juventud y, tras unas vueltas por el mundo, también de mi edad adulta. Prefiero seguir imaginándolos allí donde siempre estuvieron, ocupando la casa entera y un par de sótanos, esa casa que, supongo, ha dejado de existir definitivamente. En los muchos años transcurridos desde la muerte de mi padre en 2005 (mi madre había muerto en 1977), he ido allí numerosas veces, principalmente a recoger correo o a buscar algo concreto, quizá un viejo juguete. Entraba con mi llave y no me quedaba apenas rato, pero sí visitaba la última habitación que tuve y me asomaba al salón y al despacho, contiguos entre sí, porque él escribía en el segundo y en el primero leía o releía. Me reconfortaba verlo todo más o menos en su estado original. Algún que otro mueble desapareció por complacer a una sobrina encaprichada con él; algunos cuadros salieron, ya que ese fue el único reparto que los hermanos efectuamos pronto; de los por mí elegidos, acabé llevándome sólo dos y renunciando al resto, pues en mi propia casa no había pared para ellos. Pero en conjunto todo permanecía igual: el sillón de la lectura, el sofá y las butacas en los que se sentaron tantas visitas de una casa alegre y llena de ellas, esperadas o no; el bonito y enorme escritorio, que diseñó mi padre y encargó a un carpintero soriano, Pérez Frías si mal no recuerdo; y sobre todo la biblioteca, los volúmenes cuidadosamente alineados que vestían las paredes de color. Cada uno de esos libros tenía su historia y su recuerdo para él, solamente para él. Sabía dónde los había comprado, la alegría sentida al descubrir algo estupendo en los estantes de una librería de viejo o anticuaria. A veces llegaba con una gran sonrisa y nos anunciaba (a mi madre más bien, a nosotros eso no nos decía nada): “Qué hallazgo, una edición temprana de las obras de Descartes”; o las del filósofo Francisco Suárez en latín; o las de David Hume. Compraba mucha filosofía, dada su profesión, pero también literatura española y extranjera. Yo he podido leer a Victor Hugo y a Dumas en francés, Sherlock Holmes entero en inglés. En ese sentido fui un privilegiado, en otros la verdad es que no. En fin, entrar en el salón y contemplar aún sus huellas, y las de mi madre, me consolaba y apenaba al mismo tiempo. Al fin y al cabo, he escrito más de una vez que el espacio es el depositario del

tiempo, del tiempo ido, que todavía flota en los lugares mientras éstos se conservan, sean una habitación o una casa, una calle, una plaza o una ciudad. Los alcaldes y alcaldesas de todas partes no tienen la menor consideración hacia los recuerdos de los habitantes, y se dedican a destruir los espacios que durante unos años les toca gobernar. Suelen ser gente sin escrúpulos y avariciosa, carne de bofetón (metafóricamente, santo cielo, todo hay que explicarlo hoy).

Por eso sé que ya no volveré a poner pie en el piso de Chamberí. No quiero verlo todo vacío y desnudo, tan distinto de como fue desde 1958 o 1959, cuando nos mudamos desde la calle de Covarrubias en la que nacimos…, hasta anteayer. Ese sitio por fin es pasado, como tantos otros, y ahora sólo me toca pensar en el que habito, en un barrio distinto, y en qué hacer con lo que allí dentro me acompaña día y noche, noche y día…

El País Semanal, 15 de mayo de 2022

El MundoEl País
La VanguardiaSobre Javier Marías
ABCLa Vanguardia
Javier Marías y su obraFernando y Javier Marías

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«La luz era la misma de hoy»


EL TIEMPO ME RECUERDA

Recordar no es siempre regresar a lo que ha sido.
En la memoria hay algas que arrastran extrañas
maravillas;
objetos que no nos pertenecen o que nunca flotaron.
La luz que recorre los abismos
ilumina años anteriores a mí, que no he vivido
pero recuerdo como ocurrido ayer.
Hacia mil novecientos
paseé por un parque que está en París —estaba—
envuelto por la bruma.
Mi traje tenía el mismo color de la niebla.
la luz era la misma de hoy
—setenta años después—
cuando la breve tormenta ha pasado
y a través de los cristales veo pasar la gente,
desde esta ventana tan cerca de las nubes.
En mis ojos parece llover
un tiempo que no es mío.

Julia Uceda, Campanas en Sansueña.

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La vida anterior de los delfines

—Estoy convencido —prosiguió uno de los magistrados— de que este país jamás enviará a sus mujeres a la guerra y de que no existe siquiera un regimiento de amazonas.

—Ojalá sea como usted dice —asintió Rosika Schwimmer.

Rosika Schwimmer

—Pero quizá tendríamos que enviarlas al frente como enfermeras, para que cuiden de nuestros soldados. ¿Aceptaría usted que el gobierno de Estados Unidos le encomendara esta misión?

—Estoy dispuesta a cumplir con cualquiera de los cometidos que puedan encomendársele a una mujer estadounidense, pero no a combatir.

—Bueno, nuestras mujeres no combaten, así que no esperamos de usted que cargue con un mosquetón al hombro.

—Por mi parte, reitero mi entera disposición a cumplir con las leyes que conciernen a los ciudadanos de este país.

—¿Seguro que está preparada para cumplir con todo lo que se le pida a una mujer americana? Me refiero a una ciudadana estadounidense ejemplar.

—Sí, así es. No creo que haya nada en mis convicciones que contravenga el cumplimiento de la ley. Simplemente, no estoy dispuesta a combatir y admito que, si la ley obligara a combatir a las mujeres estadounidenses, yo incumpliría esa ley.

—Entonces es usted una pacifista recalcitrante.

—Sí.

—¿Y hasta dónde alcanza su convicción? ¿Solo le atañe a usted?

—Así es.

—Renuncia a utilizar la violencia.

—Eso mismo.

—¿Pero también condena el uso de la violencia legítima por parte del gobierno?

«En esta novela la forma también tiene un significado»

—Lo que yo sostengo es que un gobierno no puede obligarme a luchar.

—¿Se refiere usted a luchar físicamente?

—Sí, físicamente.

—¿Y considera que tampoco puede obligarle a llevar un arma?

—Tampoco.

—¿No se refiere a nada más? Edit

—A nada más.

—Bueno, a decir verdad, ninguno de nosotros desea una guerra.

—Por supuesto que no.

—Pero la mayoría de nosotros, si se desencadenara una guerra que pusiera en peligro a nuestro país, daríamos un paso al frente.

—Estoy segura de ello.

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Domingo Villar

EL ÚLTIMO BARCO

Con Estévez al volante y el inspector recostado en el asiento contiguo, el coche de los policías tomó la autopista siguiendo al de Víctor Andrade. Estévez había dejado escapar un silbido al ver el automóvil del médico. A Leo Caldas le recordaba al propio doctor: grande, reluciente y con algunas piezas cromadas que destellaban en la carrocería como las hebillas en sus zapatos.
El inspector miró a la izquierda al pasar junto al monte de la Guía, cuya ermita en la cima parecía custodiar el puerto, y vio al otro lado de la ría la masa verde de la península del Morrazo. Luego cerró los ojos y se concentró en recibir el aire que dejaba entrar su ventanilla, abierta unos dedos.
Serpenteando entre casas cada vez de menos altura fueron dejando atrás la ciudad y enfilaron el puente de Rande. Asentado sobre dos enormes pilares, el puente conectaba las orillas de la ría por el lugar en que las márgenes estaban más próximas. Su inauguración, varias décadas atrás, había reducido en más de veinte kilómetros el trayecto entre Vigo y las poblaciones de la otra orilla.
Rafael Estévez, sin perder de vista el coche del médico, observaba de reojo el panorama que se extendía a su izquierda. A través del cristal, vio las bateas alineadas en el mar, como una escuadra dispuesta a entrar en combate, y a lo lejos, tapando la línea del horizonte, la silueta oscura de las islas Cíes.
—Qué bonito es esto —exclamó el aragonés, como cada vez que sobrevolaba la ría por el puente, y Caldas abrió los ojos. Por su ventanilla, orientada hacia la ensenada de San Simón, el sol brillaba en los bancos de arena descubiertos por la bajamar. Algunos barcos, escorados sobre el fondo seco, aguardaban el repunte de la marea para liberarse.
—Sí —contestó.

Abatir. 1 . Derribar, echar por tierra. 2 . Inclinar o tumbar lo que estaba vertical. 3 . Humillar. 4 . Hacer perder a alguien el ánimo, el vigor o las fuerzas. 5 . Desviarse de su rumbo una embarcación. 6 . Descender un ave sobre una presa.

Entrevista a Domingo Vilar en Sinfonía de la mañana.

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Novela en el s. XX



1. HENRY JAMES: Otra vuelta de tuerca, (1898)

2. DASHIELL HAMMETT, El halcón maltés (1930)

3. ALBERT CAMUS, El extranjero, (1942)

4. MARCEL PROUST, En busca del tiempo perdido (1913/1927)

5. FRANZ KAFKA, La metamorfosis, (1915)

6. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Alguien desordena estas rosas (del libro de cuentos Ojos de perro azul, publicado en 1972)

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