A sangre y fuego

“En aquel instante hendieron el silencio del alba las vibraciones alarmantes de las sirenas. Todos alzaron los ojos hacia el cielo lechoso del amanecer. Sobre las crestas del Sollube aparecían otra vez los puntos refulgentes de una escuadrilla de aviones fascistas. Las sirenas marcaron insistentes la señal de peligro y las cuadrillas de trabajadores tuvieron que retirarse a los refugios. En unos segundos quedó desierta aquella vasta extensión de ruinas donde los hombres, como hormiguitas, se afanaban por salvar unas vidas que otros hombres se obstinaban en destruir. Sobre aquella desolación de escombros no quedó más alma viviente que aquel padre sentado en un promontorio de cascote con el cadáver caliente de su hija entre los brazos.

Los aviones de bombardeo alemanes e italianos se abatieron como aves de presa sobre el caserío de la villa dormida. Pronto comenzaron a sentirse las formidables explosiones que desgarraban las entrañas de la población. El eco de las montañas repetía indefinidamente los estampidos: vibraban en el aire los proyectiles lanzados por los cañones antiaéreos, crepitaban las ametralladoras y en medio de aquel estruendo apocalíptico, el padre aquel, con su hija muerta entre los brazos, permanecía absorto, indiferente al espantoso desencadenamiento de todas las potencias de destrucción provocado por aquella monstruosa concepción de la guerra total.

Cuando los aviones de bombardeo hubieron arrojado su carga sobre las vulnerables viviendas urbanas se abatieron a su vez sobre ellas los pequeños aviones de caza que volando a ras de los tejados barrían las calles con el plomo de sus ametralladoras.

Uno de aquellos aviones minúsculos bajó inclinando el ala hacia tierra en un viraje audaz hasta volar a pocos metros de altura sobre la explanada cubierta de escombros. Describió un círculo completo en torno a aquella figura inmóvil del padre infeliz, que ni siquiera alzó la cabeza para mirarlo. Luego, cuando ya se iba, al remontar el vuelo, el avión escupió sobre aquella figura que parecía petrificada la rociada de plomo de su ametralladora.

Las balas fustigaron el aire y la tierra en torno suyo, pero el hombre no se movió. El dolor le había hecho invulnerable e invencible.”

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