El traje del prisionero

El Buche, el cerillero, llegaba antes que nadie a la estación de al-Zagazig cuando iba a pasar el tren. Recorría los andenes incomparablemente ligero, ojeando a los clientes con sus ojos pequeños y expertos. Si alguien hubiese preguntado al Buche por su trabajo, el Buche habría echado pestes de él. Porque el Buche, como la mayoría de la gente, estaba harto de su vida, descontento con su suerte. Si hubiese sido dueño de elegir, hubiera preferido ser chófer de algún rico y vestir ropa de effendi y comer lo mismo que el bey y acompañarle a sitios selectos en todo tiempo; una manera de ganarse la vida que parecía diversión, placer. Tenía además otros motivos particulares y razones sutiles para desear un trabajo como aquel; lo deseaba desde un día en que vio cómo el Fino, el chofer de uno de los Importantes, paraba a la Nabawiyya, la criada del comisario, y la requebraba, descarado y seguro. Incluso, una vez, oyó que le decía frotándose las manos atisfecho: «Pronto vendré con el anillo…» Y vio que la joven sonreía con arrumaco mientras levantaba el borde de la milaya como si lo estuviese arreglando (lo que quería es que se viera su pelo negrísimo y abrillantinado).

Vio aquello y el corazón se le inflamó y los celos le mordieron dolorosamente; los ojos de ella eran paso aquí y allí e hizo volver a sus oídos lo que le había dicho el Fino: «Pronto vendré con el anillo». Pero ella torció la cabeza, frunció la frente y dijo desdeñosa: «Mejor cómprate unos zuecos». Y él se miró los pies como si fueran una sima de significados misteriosos, su galabeyya sucia, su taqiyya mugrienta y se dijo: «Este es el motivo de mi miseria y el ocaso de mi estrella», y envidió al Fino, su trabajo y su suerte… Solo que estas esperanzas, en lugar de apartarle de su oficio le hacían enfrascarse en él con mayor afán y satisfacer sus esperanzas con sueños.


Aquella tarde subió a la estación con su caja a atender al tren del crepúsculo que
todavía no era más que una nube de humo en el horizonte, pero que avanzaba, se
acercaba. Ya se distinguían las distintas unidades y se percibía el estrépito; ya está
parado junto a los andenes… Al lanzarse a los vagones vio el Buche con sorpresa que en
las puertas había centinelas y que por las ventanillas asomaban caras extrañas con ojos
ausentes, rotos. Preguntó y le enteraron de que eran prisioneros italianos que habían
caído a montones en manos del enemigo y que les conducían a campos de
concentración.

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Viento del este, viento del oeste


¡Oh, cómo odiaba, cómo odiaba a aquella mujer! Pero, ¿qué hacer? ¿Es posible que no existiese más que un camino para llegar al corazón de mi marido?
—¿Te parece guapa? —pregunté.
—¡Naturalmente! —contestó con tono convencido—. Es una mujer sana, de buen sentido, y anda sobre unos pies que no son deformes.
Durante unos instantes pareció mirar al vacío. Yo imaginaba ideas desesperadas. ¡No había nada, nada que una mujer pudiera hacer! Pero, ¿cómo lograr…? Las palabras de mi madre eran bien claras: «Es necesario que gustes a tu marido.»
Él quedó absorto en sus pensamientos. ¿En qué pensaba? Imposible saberlo. Sin embargo, de una cosa estaba segura, a saber: que no pensaba en mí; y menos aún en mis sedas de color pescado, en los pendientes con que me había adornado, ni en mis cabellos bien lisos, brillantes, avivados con tanto cuidado. No se ocupaba nada de todo aquello; y, no obstante, estaba tan cerca de él que un ligero movimiento hubiese bastado para unir su mano a la mía.
En aquel momento incliné un poco la cabeza y me abandoné a su voluntad, renunciando al pasado.
—Si me dices cómo he de hacerlo, estoy dispuesta a quitarme las vendas de los pies.

Me sentía como sobre carbones encendidos. Cuando, de rodillas ante mí, y la palangana a su lado, hizo un ademán para cogerme los pies, tuve la tentación de huir.
—No —dije débilmente—, lo haré yo misma.
—No te preocupes. Recuerda que soy médico.
De nuevo me negué. Él levantó la cara y me miró a los ojos fijamente.
—Kwei-Lan —dijo con tono grave—. Sé lo que te cuesta hacer esto por mí. Pero permite que te ayude en lo posible. Soy tu marido.
Cedí sin reflexionar más. Me cogió un pie con sus dedos ágiles, quitó la sandalia, la media y, por último, la banda interior. Su rostro tenía una expresión triste y a la vez severa.
—¡Cómo debes de haber sufrido! —murmuró con ternura—. ¡Qué triste infancia…! ¡Y todo inútilmente!
Al oír aquellas palabras, no pude retener las lágrimas. Sí, los sacrificios hechos no habían servido para nada. ¡Y ahora él me imponía otros!
Bajo los efectos de la inmersión y el desvendado, nuevas torturas empezaron para mis pies. El proceso de la distensión se reveló casi tan doloroso como el achicamiento con los ligamentos apretados. Poco a poco, la sangre comenzó a circular; y esto me produjo dolores insoportables. Había momentos en que, para mitigarlos un poco, me arrancaba las vendas ligeramente aplicadas para aplicarlas con fuerza. Pero inmediatamente pensaba que mi marido se daría cuenta y, con manos temblorosas, me quitaba de nuevo las vendas. No encontraba alivio más que sentándome sobre los pies, con las piernas cruzadas y balanceando el busto.

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La noche en que Frankenstein…

“Y gracias, como siempre, a toda mi familia y mis amigos, los puntales que le anclan a uno en la vida, en la realidad y en el mundo. Sin ellos no somos nada. Sin ellos nada importa nada.”

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Recordando a Miguel Delibes

“Hace una hora, cuando llegaste, miraba, como cada día, el camino de grava desde el escañil. Vi cruzar tu coche ante el tragaluz. Te estaba esperando. Alicia me lo comunicó ayer. Me dijo: Ha terminado la pesadilla. Los han soltado. Ana irá a verte mañana. A través de ese cristal llega hasta mí la apagada vida del pueblo: la hornillera, la actividad de las huertas, el monótono runrún del tractor del señor Balbino; el pastor con las ovejas… Todo lo que conforma mi vida actual se recorta cada mañana en el tragaluz. Lo miro todo; lo veo todo. Soy como Dios. La claraboya ya es otra cosa. Es ella la que me mira a mí, me ofusca con su luminosidad excesiva. Pero tu madre la quiso de esta manera: grande e inclemente para que no pudiera atribuir mis limitaciones a deficiencias de instalación. El problema era armonizar el gran chorro de luz con una casa campesina del XVIII. Había que insertar lo moderno en lo rural sin recurrir a la violencia. Una tarea adecuada para ella, puesto que uno de sus talentos radicaba en eso, en restaurar viejas mansiones sin afrentar al entorno; sin menoscabar la limpia estructura de la piedra y la madera”

Señora de rojo sobre fondo gris (1991)

Foto de XL Semanal

Recordando a mi abuelo Miguel Delibes

Cinco horas con mi abuelo Miguel

Discurso de Miguel Delibes en el Premio Cervantes


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A sangre y fuego

“En aquel instante hendieron el silencio del alba las vibraciones alarmantes de las sirenas. Todos alzaron los ojos hacia el cielo lechoso del amanecer. Sobre las crestas del Sollube aparecían otra vez los puntos refulgentes de una escuadrilla de aviones fascistas. Las sirenas marcaron insistentes la señal de peligro y las cuadrillas de trabajadores tuvieron que retirarse a los refugios. En unos segundos quedó desierta aquella vasta extensión de ruinas donde los hombres, como hormiguitas, se afanaban por salvar unas vidas que otros hombres se obstinaban en destruir. Sobre aquella desolación de escombros no quedó más alma viviente que aquel padre sentado en un promontorio de cascote con el cadáver caliente de su hija entre los brazos.

Los aviones de bombardeo alemanes e italianos se abatieron como aves de presa sobre el caserío de la villa dormida. Pronto comenzaron a sentirse las formidables explosiones que desgarraban las entrañas de la población. El eco de las montañas repetía indefinidamente los estampidos: vibraban en el aire los proyectiles lanzados por los cañones antiaéreos, crepitaban las ametralladoras y en medio de aquel estruendo apocalíptico, el padre aquel, con su hija muerta entre los brazos, permanecía absorto, indiferente al espantoso desencadenamiento de todas las potencias de destrucción provocado por aquella monstruosa concepción de la guerra total.

Cuando los aviones de bombardeo hubieron arrojado su carga sobre las vulnerables viviendas urbanas se abatieron a su vez sobre ellas los pequeños aviones de caza que volando a ras de los tejados barrían las calles con el plomo de sus ametralladoras.

Uno de aquellos aviones minúsculos bajó inclinando el ala hacia tierra en un viraje audaz hasta volar a pocos metros de altura sobre la explanada cubierta de escombros. Describió un círculo completo en torno a aquella figura inmóvil del padre infeliz, que ni siquiera alzó la cabeza para mirarlo. Luego, cuando ya se iba, al remontar el vuelo, el avión escupió sobre aquella figura que parecía petrificada la rociada de plomo de su ametralladora.

Las balas fustigaron el aire y la tierra en torno suyo, pero el hombre no se movió. El dolor le había hecho invulnerable e invencible.”

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Varios


Existen saberes que son fines por sí mismos y que – precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial – pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores.


Pero después de veintidós años de tan lastimosa indiferencia, ya no es empresa fácil encontrarlas, pues en aquel afamado jardín conventual, cerca de la Madeleine, que ha abonado el Terror con mil cadáveres, el rápido trabajo de los sepultureros no dejaba tiempo para contraseñar ninguna sepultura; acarreaban y amontonaban con toda rapidez, uno junto a otro, lo que la insaciable cuchilla impelía diariamente hacia ellos. […] La Convención había ordenado que los cadáveres reales fueran cubiertos con cal viva. De este modo cavan y cavan. Por fin resuena el pico al tropezar con una capa dura. Y por una liga semipodrida se reconoce que el puñado de pálido polvo que levantan estremecidos de la húmeda tierra es la última huella de aquella figura desparecida que en su tiempo fue la diosa de la gracia y del buen gusto, y que después fue la reina castigada y elegida de todos los dolores.


– ¡Aquí tiene usted una fotocopia! ¡Como podrá constatar, el camarada alemán no escribió «estudiante»!

Tomé la hoja de papel, me temblaban las manos.

No, no había escrito «Student», el camarada alemán desconocido. Influido sin duda por una asociación fonética, había escrito «Stukateur».

Contemplé la ficha, me temblaban las manos.

44904

Semprún, George Polit

10, 12, 23 Madrid. Span.

Stukateur

29, Jan, 1944


Pero las tendencias filosóficas del conde siempre habían sido básicamente meteorológicas. En concreto, creía en la inevitable influencia del clima, ya fuera benigno o inclemente. Creía en la influencia de las heladas tempranas y de los veranos largos; de las nubes amenazadoras y las lluvias delicadas; de la niebla, el sol y la nieve.Y, por encima de todo, creía en los cambios del destino a raíz de cualquier pequeña alteración del termómetro.

A modo de ejemplo, bastaba con asomarse a la ventana. Apenas tres semanas atrás, con la temperatura alrededor de los siete grados, la Plaza del Teatro estaba vacía y gris. Pero, tras un aumento de la temperatura media de solo tres grados, los árboles habían empezado a brotar, los gorriones se habían puesto a cantar, y había jóvenes y mayores sentados en los bancos. Si bastaba un aumento tan pequeño de la temperatura para transformar la vida en una plaza pública, ¿por qué no íbamos a creer que el curso de la historia de la humanidad era igual de susceptible?


Todos los países tienen un relato sobre su origen. En algunos se invocan mitologías clásicas o de origen divino, narraciones que los vinculan con algún acto sagrado de creación o con una civilización antigua, si bien, al menos en Europa, la mayoría de los mitos fundacionales se inventaron durante el siglo XVIII o a principios del XIX. En aquella época, historiadores, filólogos y arqueólogos nacionalistas quisieron trastrear el origen de sus naciones hasta la existencia de una etnia primigenia y homogénea, inmutable y portadora ya de todas las semillas del carácter nacional, cuya presencia veían en cualquier tipo de rastro que pudieran encontrar de los pueblos primitivos de sus territorio,


– Espera – dice con gravedad mientras escucho la metralla del agua golpeando sobre el techo del Nissan -, espera, que me he aprendido una frase del León el Africano, la novela de Amin Maalouf, para recitártela en un momento como este. Apúntala palabra por palabra.

-Vale.

– Un musulmán muere en el norte de África y el ulema que se dispone a enterrarlo dice: «Si la muerte no fuera inevitable, el hombre habría perdido su vida entera evitándola. No habría arriesgado ni intentado ni emprendido ni inventado ni construido nada. La vida habría sido una perpetua convalecencia. Sí, hermano, demos gracias a Dios por habernos dado el regalo de la muerte para que la vida tenga un sentido; la noche, para que el día tenga un sentido; el silencio, para que la palabra tenga sentido; la enfermedad, para que la salud tenga un sentido; la guerra, para que la paz tenga un sentido. Agradezcámosle que nos haya dado el cansancio y las penas, para que el descanso y las alegrías tengan un sentido. Démosle gracias. Su sabiduría es infinita».

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Adiós

Esta noche también he soñado contigo.
Corrías sobre el césped del jardín, vivo y dichoso, abanderando el rabo. Corrías hacia mí, me reclamabas. Tu ladrido pequeño henchía la mañana.
He alargado la mano, todavía dormido, buscando por la cama a tientas tu cabeza. Sin encontrarte, Troylo.
He encendido la luz. No estabas, Troylo.
No volverás a estar…
Dicen que no se pierde sino lo que nunca se tuvo. Es mentira.


Yo te tuve: te tuve y no te tengo.
Al pie del olivo que juntos estrenamos, una calva en el césped indica dónde estás.
El césped que plantamos hace nada para que tú corrieras, divertido, sobre él; para que tú, al venir la primavera y su templado soplo, te revolcaras jugando sobre él.
Tú no tendrás más primaveras, Troylo.
Ahora eres tú quien abona ese césped. En esto acaba todo.
¿Quién puede hacerse cargo de tal contradicción?
¿Pueden morir del todo alguna vez unos ojos que se han mirado tanto, se han entendido tanto, se han consolado tanto?
Quizá tú ahora habitas con quien más has querido.
Quizá tú ahora eres —si es que eres— más feliz que conmigo.
Quizá tú trotas, moviendo la menuda grupa, por los verdes campos del Edén. Pero durante once años y medio anduviste enredado a mis piernas;
arrebujaste tu lealtad a mi vera; me seguiste a dos pasos por este mundo que, sin ti, no es el mismo. Continuarán los pájaros y los amaneceres, el chorro de la fuente ascenderá en el aire, como la vida, sólo para caer.
Pero no estarás tú, Troylo, compañero irrepetible mío.
Nunca más, nunca más.
Ya no habrá que sacarte a la calle tres veces cada día, ni tampoco habrá que sacarte las muelas de noviembre, ni acercarás resoplando el hocico a los respiraderos de los coches,
ni te asomaras encantado por las ventanillas, ni me recibirás —enloquecido el rabo, ladrando y manoteando— a la puerta de la casa.
Ya no habrá que secarte cuando llueva, ni cepillarte por la mañana al salir de la ducha, ni reñirte porque pides comida: ya no sabré qué hacer con el trocito último del filete…
Nunca más.
Y no me hago a la idea.
¿Qué es lo que has hecho, Troylo?
Quiero dormir para soñar contigo, para jugar contigo y regañarte, para no comprobar que te he perdido. Con la garganta apretada he mandado hoy retirar tus breves propiedades:
tu toalla, tu manta, tu cepillo, tu peine y tus correas…
Las he mandado retirar, pero no lejos.
Porque a lo mejor una mañana te veo regresar, alegre y frágil, cariñoso y sonoro.
(Acaso esta pesadilla es una broma tuya, y se abrirá una puerta y tú aparecerás. De mis oídos no se quita el ritmo de tus pasos, ni la impaciencia de tu cascabel.)
O a lo mejor soy yo el que se acerca una mañana a ti —quién sabe— y te silbo y te llamo y tú levantas la cabeza con el gesto de siempre.
No te preocupes, Troylo: si nada dura —ni el amor—, tampoco la muerte durará.
En donde sea, estaremos todos juntos de nuevo, riendo y bromeando.
Si no, no habría derecho.
Mientras entró y salió la gente de mi vida —de nuestra vida—, tú permaneciste a mi lado, imperturbable, fiel, idéntico, amoroso.
Juntos pasamos por la compañía y por la soledad.
Llegaste, Troylo, a ser yo mismo de otro modo.
El infortunio o el gozo, siempre los compartimos.
Quien a mí me dejó, te dejó a ti, y te quería quien a mí me quiso.
Me hablaba yo, y era a ti a quien hablaba.
La muerte se ha interpuesto en la conversación una vez más, la muerte.
Ahora sí que envejezco, ahora sí que estoy solo.
Es la primera vez que te has portado mal conmigo.
Desde la ventana veré y el olivo y a ti al pie del olivo.
Troylo, amigo mio, interminablemante bajo el césped.
La muerte ha interrumpido nuestras charlas.
Descansa en paz, Nadie jamás podrá sustituirte.
Hasta luego.
Hasta después

Antonio Gala

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Negra sombra

Cando penso que te fuches
negra sombra que me asombras,
ó pe dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.

Cando maxino que es ida
no mesmo sol te me amostras
i eres a estrela que brila
i eres o vento que zoa.

Si cantan, es ti que cantas
si choran, es ti que choras
i es o marmurio do río
i es a noite, i es a aurora.

En todo estás e ti es todo
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.

Rosalía de Castro


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Homenaje vertical

No hay palabra más cierta que otra.
Se aprende a callar con los años,
aunque parezca que hablemos.

Se nace sin palabras
y con todas las palabras rotas nos vamos.

Y sin embargo,
aunque vivir sea enmudecer,
existe un placer original en el silencio
que justifica todos los silencios.

Javier Vicedo Alós

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«El enfermo imaginario» de Molière

ESCENA X


ANTONIA, de médico; ARGAN y BERALDO


ANTONIA. -Perdonadme, señor.
ARGAN. -¡Es admirable!

ANTONIA. -No juzguéis mal de mi curiosidad por ver a un enfermo tan ilustre como vos. Vuestra reputación, que se extiende por todas partes, excusa la libertad que me he tomado.
ARGAN. -Servidor vuestro, señor mío.
ANTONIA. -Veo que me observáis muy atentamente, ¿Qué edad creéis que tengo?
ARGAN. -Todo lo más, veintiséis o veintisiete años.
ANTONIA. -¡Ja, ja, ja, ja, ja! Tengo noventa años.
ARGAN. -¿Noventa años?
ANTONIA. -Sí, señor. Los secretos de mi arte han conservado de este modo mi lozanía y mi vigor.
ARGAN. -¡Por vida de!… ¡Vaya un jovencito de noventa años!
ANTONIA. -Soy médico ambulante, que va de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando materiales para sus estudios: enfermos dignos de ocupar mi atención y de emplear en ellos los grandes secretos de la medicina, descubiertos por mí. Tengo a menos distraerme en menudencias, en enfermedades vulgares, en bagatelas como reumatismos, fluxiones, fiebres, vapores y jaquecas… Yo busco enfermedades verdaderamente importantes: grandes fiebres continuas, con trastornos cerebrales; buenos tabardillos, grandes pestes, hidropesías ya formadas, pleuresías con inflamación de pecho… ; esas son las enfermedades que a mí me gustan y en las que triunfo. Ojalá tuvierais vos, señor,
todas estas enfermedades que acabo de nombraros y os hallarais abandonado de todos los médicos, desahuciado, en la agonía, para poderos demostrar las excelencias de mis remedios y el placer que experimentaría siéndoos útil.
ARGAN. -Os agradezco en extremo vuestras bondades.
ANTONIA. -Dadme la mano… ¿Quién es vuestro médico?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANTONIA. -En mis anotaciones sobre las eminencias médicas no figura ese nombre. Según él, ¿qué enfermedad tenéis?
ARGAN. -El dice que es el hígado; pero otros afirman que el bazo.


ANTONIA. -Son unos ignorantes. Vuestro padecimiento está en el pulmón.
ARGAN. -Justamente, el pulmón.
ANTONIA. -Sí. ¿Qué es lo que sentís?
ARGAN. -De cuando en cuando, dolor de cabeza.
ANTONIA. – Justamente, el pulmón.
ARGAN. -Con frecuencia se me figura que tengo un velo ante los ojos.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -A veces noto un desfallecimiento de corazón.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -Y una laxitud en todo el cuerpo.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -También suelen darme dolores en el vientre, como si tuviera cólico.
ANTONIA. -El pulmón… ¿Coméis con apetito?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Os agrada beber un poco de vino?
ARGAN. -Sí, señor. ANTONIA. -El pulmón. ¿Sentís cierto sopor después de la comida y os dormís dulcemente?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón y nada más que el pulmón; estoy seguro. ¿Qué plan de alimentación os habían puesto?
ARGAN. -Potajes.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caza.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Ternera.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caldos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Huevos frescos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y por la noche, ciruelas para aligerar el vientre.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y, sobre todo, beber el vino muy aguado.
ANTONIA. -¡Ignorantus, ignoranto, ignorantum! El vino se debe beber puro; y para espesar la sangre, que la tenéis muy líquida, es preciso comer buey viejo, cerdo cebado, queso de Holanda, harina de arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar… Vuestro médico es un animal. Yo os enviaré un discípulo mío, y yo mismo vendré de cuando en cuando a veros, mientras esté aquí.
ARGAN. -¡Cuánto os lo agradeceré!
ANTONIA. -¿Qué demonios hacéis con ese brazo?
ARGAN. -¿ Cuál?
ANTONIA. -Si yo estuviera en vuestro pellejo, ahora mismo me haría cortar ese brazo.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -¿No estáis viendo que se lleva para sí todo el alimento y no deja que se nutra el otro?
ARGAN. -Sí, pero este brazo me hace falta…

ANTONIA. -También si estuviera en vuestro caso me haría saltar el ojo derecho.
ARGAN. -¿Saltarme un ojo?
ANTONIA. -¿No os dais cuenta de que perjudica al otro y le roba su alimento. Creedme: que os lo salten lo antes posible y veréis mucho más claro con el ojo izquierdo.
ARGAN. -No corre prisa.
ANTONIA. -Adiós, siento teneros que dejar tan pronto, pero debo asistir a una consulta interesantísima que tenemos ahora sobre un hombre que murió ayer.
ARGAN. -¿Sobre un hombre que murió ayer?
ANTONIA. -Sí. Vamos a estudiar qué es lo que se debía haber hecho para curarlo. Hasta la vista. (Sale.)
BERALDO. -Parece muy inteligente este médico.
ARGAN. -Demasiado radical.
BERALDO. -Todos los grandes médicos son así.
ARGAN. -¡Eso de cortarme un brazo y de saltarme un ojo para que el otro vea mejor!… Prefiero que sigan como están. ¡Bonito remedio, dejarme manco y tuerto!

Imágenes extraídas de MET

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